Domingo F. Faílde durante la presentación (Málaga, 2005) de Las sábanas del mar. En la imagen, con Antonio García Velasco y José García Pérez.
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Siempre advertí de que la lírica de Domingo F. Faílde contiene proyecciones metafísicas. La reflexión como argumento para construir un espacio lírico sublime en el que el lenguaje coadyuva en la conformación de una simbolización del existir. A veces con asideros que se adueñan de la palabra y la exprimen hasta recuperar su esencia pero también la revisten de un pesimismo militante que lo acerca a un cierto romanticismo actualizado.
Las sábanas del mar (Colección Ancha del Carmen, Ayuntamiento de Málaga, 2005), es un emotivo encuentro con la vida cuando ésta alcanza la bondad de una mirada cómplice y un sentimiento compartido. El amor fulge en esa perífrasis metafórica del título y se va adueñando del poemario a partir de una estructura apostrófica que se reitera como horma en la que anclar el verdadero objeto del poemario: la expresión grandiosa del significado del amor en el poeta.
A partir de una dimensión contemplativa que tiene su vínculo en la lírica renacentista de San Juan de la Cruz (del que lo intertextual está presente en algunos versos, por ejemplo, cuando dice el poeta: No estaba sosegada nuestra casa), el escritor linarense proyecta una singladura emotiva en la que, como en ese juego de espejos entre el yo/tú (tan característico de Pedro Salinas, aunque llegue desde Fernando de Herrera, etc.) reconstruye el espacio de la pasión, la organización semántica del existir sólo unido al sentido de la luz y su aspiración a lo excelso, extraordinario o divino.
Faílde conforma varios elementos en torno a los que reitera una y otra vez su discurso amoroso, un discurso que -aún rehuyendo de los tópicos del amor cortés o de la lírica de cancionero- se va construyendo igual que el arquitecto crea un edificio desde la tierra y proyecta su creación hacia el cielo. Así lo hace Faílde, su tierra es el mar, la vida que fluye soberana, el tiempo, y su proyección simbólica, su aspiración la luz, reflejo de lo que proyecta el amor. Por esta razón entre esos elementos reiterados permanentemente en su lírica hallamos los términos vida, amor, mar, tiempo, básicamente; y su trayectoria se amplia en un camino que va desde el exterior (el mar básicamente) y el interior (la casa).
De este modo, aunque sus raíces sean emotivas y su intención evidentemente construir un poemario del amor en el que la experiencia adquiere una trascendencia y revulsivo (una experiencia a la que he asistido como observador desde el principio), sin embargo, el cuidado en el lenguaje, la trascendencia de lo metafórico, lo simbólico, la búsqueda de un lenguaje apropiado a cada situación, la sublimación del encuentro amoroso... advierte de sus diferencias punibles.
Faílde cree tanto en el amor como en la verdad de la palabra, es decir, se muestra perfectamente abierto a su poder y trata de hacerse cómplice de su capacidad para que el amor no sufra por ella sino todo lo contrario: alcance la cima que necesita.
La mayor parte de los poemas están bajo el apartado que lleva por título Rendez-vous (en francés, cita o encuentro), para dejar la segunda parte (más breve) con el título de Elemental pronombre, de tan grata recordación para los que hemos seguido a Salinas en La voz a ti debida, etc.: la alegría de vivir en los pronombres. No lleva cita alguna, pero sí una dedicatoria a la persona que es el tú y apóstrofe del poemario: la escritora valenciana, compañera de Faílde, Dolors Alberola. No es casual que el primer poema se titule Resurrección. Así entiende el escritor su encuentro con el amor: Todo se iluminó y era yo mismo/ el muchacho que fui. Es la vuelta a un pasado vital, es también el encuentro con la mañana y, por tanto, con la luz. Un motivo que se reitera una y otra vez a lo largo del poemario. Se imagina el poeta en la ciudad presidida por el mar, con su espacio tutelado por las sábanas de espuma y el mundo a lo lejos. Aislado en la contemplación amorosa, aislado del mundanal ruido, en la efervescencia de la pasión, iluminado, preso de perfumes y fragancias, de la música, de la inmediatez del beso: Te miro, iluminada/ por un iris marino la piel delicadísima. Y aunque el mar es guía, aposento y recurso literario, también el tiempo, su paso, el recuerdo de las horas vividas, la apostilla de la palabra y la eterna razón de la permanente presencia: Y estás aquí, perdida en algún sitio,/ en el mapa impreciso de mis manos,/ inmersa en la extensión de mi mirada,/ todo horizonte, niebla en carne viva,/ ofreciéndome el vientre de la noche,/ la incógnita infinita de tus brazos.
Una lírica profundamente romántica, expresiva, en la que los símbolos, las metáforas, el decurso del existir, se imbrican con ese proceso contemplativo y vital que tanto conmueve. Por eso dirá: Verte así, silenciosa,/ desnuda sobre el lecho, respirando/ todo el lento perfume de la noche,/ y el racimo celeste que te abarca. Lo narrativo y descriptivo juegan un papel de transferencia de significados en la construcción de lo que es , sin duda, la relación de una historia de amor y la contemplación como instrumento para la retórica, tal como aparece en el poema Teoría de la mirada: Tan fácil,/ contemplarte. Tan sencillo [...]/ Mirarte, acercarme, etc.
En este proceso de construcción la palabra adquiere el valor de lo metalingüístico en el poema En torno a la elocuencia o es el mar metáfora permanente en Playa al atardecer, en tanto se espera la llegada (el amor siempre llega) desde algún lugar. En el poema que da título al poemario, Las sábanas del mar, imagina un estado en el que bajo la penumbra del existir surge ex novo el amor como un reducto de arpegios encendidos, y ellos se sienten en esa inmensidad como náufragos entre las sábanas del mar. Una identificación de la palabra y la amada con la música que también persiste en otros poemas como Matinal, cuando dice: Mis palabras absortas en tu música.
Son constantes sus referencias a lugares, a paisajes, a espacios que sirvan de horma a este encuentro, pero también el motivo del tiempo cuyo valor metafórico es exaltado permanentemente, bien como campana repicando a lo lejos, bien como encuentro con la luz y la pasión del que se siente en permanente naufragio. El poema Salutación de la claridad es, en este sentido, un claro paradigma de esa síntesis en la que se conforma el poemario: amada, luz, mar, tiempo: Y el tiempo luminoso,/ se hace signo,/ presencia./ Rueda entonces/ a mis manos el mar, como un latido/ donde cabe tu cuerpo, y cada tarde/ se inaugura el espacio, tal vez lluvia.
Las definiciones del concepto tiempo llenarían tantos versos como las de la amada y su proyección luminosa. Por ejemplo, en el poema Construcción de la aurora. Si éste, el tiempo, el existir, es la penumbra, la llegada del amor es la aurora, el brillo, la hoguera, el fuego. Todo un campo semántico luminoso para este poemario optimista en el que brillan con soltura sus palabras. En el poema más extenso, que cierra el libro, Donde intenta el poeta explicar su experiencia del amor, realiza una confesión a la amada sobre lo que entiende por tal, con no pocos recursos a la lectura que los demás podrán hacer, en un tono irónico (la multitud supone...), los recursos del lenguaje críptico actual (el código de barras), pero sobre todo la declaración romántica: Perdóname, amor mío, me confieso culpable/ de quererte, a pesar de que el amor no exista. Una declaración de principios, una paradoja que no es sino una patada contra las imposturas y las falsías. Para después rematar auticomplaciente: Yo sí conozco/ la libertad:/ la encontré en tu mirada, una tarde de otoño,/ y supe que eras tú, luego de tantos siglos,/ de tanta ausencia llena de légamo y campanas,/ de tanta solitaria inmensidad.
Con este buen poemario, la poesía amorosa adquiere otra singladura, se moderniza, se remoza, su romanticismo se encumbra en la palabra que se hace densa y emotiva para dignificar la metáfora de luz y la necesidad de seguir viviendo.
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© Francisco Morales Lomas
Una vista del Hotel Bahía, en la playa de El Rinconcillo (Algeciras), uno de los escenarios aludidos en Las sábanas del mar.
Domingo F. Faílde y Dolors Alberola en la primavera de 2003. Una imagen tomada en el casino de Algeciras por el escritor y periodista José Salguero.
Dolors Alberola en la terraza del hotel Bahía, de Algeciras, durante la primavera de 2003.

Domingo F. Faílde y Dolors Alberola, en una imagen reciente.